Hace ya algunas décadas de la explosión de la llamada “liberación femenina”, y aun en nuestros días resuenan ecos de ese movimiento. Tan habituados estamos que es común escuchar desde el púlpito, acerca de la “igualdad” de hombres y mujeres, y nos lo creemos. Bíblicamente hablando, el hombre y la mujer no son iguales sino que tienen características muy propias y por lo tanto roles distintos dentro de la familia, y ninguno demerita al otro, sino al contrario, se complementan. Ambos son necesarios para la supervivencia y buen funcionamiento de la familia.
A la mujer le corresponde el privilegio de dirigir a los hijos junto con la instrucción del padre (Pr. 1:8). Basta el ejemplo de Timoteo, específicamente el trabajo y dedicación de su madre (2 Ti. 1:5), quien le crió de tal manera en las Escrituras (2 Ti. 3:15), que daban buen testimonio de él los hermanos (Hch. 16:1, 2. Nota: en estos vv. solo ella es mencionada como “creyente”, por lo que queda abierta la discusión sobre si fue ella sola quien formó a Timoteo).Este rol es importantísimo y supondría una mejora considerable en la sociedad actual, pero lamentablemente está siendo menospreciado y relegado a un segundo plano, poniendo en primer lugar otras aspiraciones.
No quiero ser malinterpretado, estoy a favor del desarrollo profesional de la mujer, puesto que Dios les ha entregado, junto al hombre, el cuidado y desarrollo de la creación (Gén. 1:27 y 28), pero también creo que este desarrollo incluye el formar hombres y mujeres útiles a la sociedad. Hombres y mujeres que glorifiquen el nombre de Dios.
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